Sin embargo, el predestinado habitante de los crepúsculos gloriosos de los domingos debió esperar un poco más de lo previsto. El primer gol no sería el suyo.
River, que tiene un gualicho de aquellos, después de 28 minutos en los que generó dos penales y una jugada de gol detenida por un línea, tras 28 minutos de jugar mejor, más compacto e incisivo, se metió un gol, acaso, y que perdone Palermo, era la única forma que tenía Boca de convertir un gol jugando de la forma en que lo estaba haciendo, que significa espantosamente.
Ahí, con ese regalo absurdo de Carrizo, los xeneizes parecieron entender que los dioses estaban esta vez con ellos, y pusieron cinco minutos de fútbol que se cerraron con el gol que todo el mundo esperaba. River lo facilitó como para quitarse de encima la sospecha. Que lo haga de una buena vez, dijeron los defensores y ahí nomás entraba Don Martín a cabecear mano a mano con las dudas de Juan Pablo, para cumplir con ese mandato que era parte de la atmósfera como el aire frío y silbador que cruzaba la tarde. Poco más de media hora y Boca se encontraba con un triunfo que tenía aditivos maliciosos como el hecho inefable del gol de Palermo y la injusticia del resultado. River, en cambio, iba tomando nota de la impotencia de sus delanteros, de la cantidad de errores del árbitro y le empezó a encontrar, entre los habitantes de su tribuna, gusto a poco a la zurda de Lamela en soledad, y al brío de Almeyda con palpable inclinación al enojo que lo eyectaría del partido una hora más tarde.
Y EL DESPUÉS. Los últimos minutos de ese primer tiempo eran la cola, el “trailer”de la película que se vería en el segundo. Sólo que otro protagonista de los pocos que generan expectativa por sí solo empezó a manejar los hilos, instalado como un ángel que lo hace desde su nube en medio de la tormenta que lo rodea. Juan Román Riquelme en uno de los clásicos menos brillantes de su vida, supo mucho antes del final que el premio venía casi de arriba, que podía jugar como en un entrenamiento, y que nada podía cambiar el rumbo de una tarde que definieron mucho más los imponderables que los méritos.
No hubo individualidades destacas, salvo algún defensor como Juan Insaurralde que no influye en las calidades de un partido, y Patricio Loustau continuó esgrimiendo un reglamento especial que clausura su participación en las áreas.
La gente de Boca tronó en sus dominios con una alegría al final legitimada, porque anduvo mucho más cerca del tercer gol que River de conseguir un descuento, aunque a los millonarios solamente les sirviera para tener un motivo valedero para seguir luchando.
Y EL FINAL. Pero ni eso tenía River por entonces. En un lateral, faltando 20 minutos, Matías Almeyda corrió desde la mitad de la cancha para hacerlo, mientras el joven Roberto Pereyra pensaba llegar con un trotecito apenas entendible en un jugador que “hace” tiempo...
En Boca se fue aclarando un poco el remolino de Pablo Mouche, Nicolás Colazo pensó que estaba “hecho” y el partido se fue muriendo en medio de tal indiferencia, que quizás por eso decidieron romper con la modorra Almeyda y Clemente Rodríguez, haciéndose echar al cabo de una pelea sin trompadas.
Matías se besó la camiseta, se desprendió de dos policías a los que pareció no gustarles el gesto del jugador, y él sintió que también eran de Boca los agentes, porque es lo que se piensa cuando uno se desbarranca y siente que todo le juega en contra.
Julio César Falcioni salvó el año, lo cual está bien porque merece tener tiempo de armar su verdadero equipo, y Jota Jota no sabe qué decir, porque andar mencionando la suerte es argumentalmente pobre, aunque sea cierto.
Al cabo, puede decirse que Boca, habiendo llegado con ese gol bajo el brazo que aseguraba la leyenda de Palermo, recibió un obsequio inesperado, cuando Carrizo se anotó ese blooper para su carrera. Y, en fuerzas tan parejas, fue demasiada ventaja.
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