lunes, 20 de junio de 2011

"El hombre del arco de la victoria", la columna de Víctor Hugo para "Tiempo Argentino"

 No necesitaba Martín Palermo de otro gol de la victoria, ni de otros 100 para convertirse en leyenda o entrar en la historia. Hace años que coquetea con que su apellido se quede para siempre en el fútbol.
Este cronista recuerda una foto publicada en la revista uruguaya Fútbol Actualidad, un clásico de la literatura deportiva del país: Aníbal Ciocca, un histórico entreala de Nacional de Montevideo, comenzaba el descenso hacia el túnel con el brazo en alto, la tarde de su despedida. Desde entonces, le duelen los adioses. Era un muchacho apenas, o ni siquiera eso, y Ciocca se iba hacia el nunca más, con la imagen alta de la tribuna, aplaudiéndolo por última vez. ¿Cómo habría sido –se preguntaba este columnista– que se desató los zapatos? ¿Lloraba o aún no se daba cuenta de toda la tristeza de ese acto tan sencillo?
El fútbol argentino vive, por estos días, varios adioses. Y entre ellos el adiós portentoso y mediático de Martín Palermo, y una nostalgia anticipada recorría la atmósfera en el domingo gris de Buenos Aires de su adiós en la Bombonera, o en el del sábado postrero en el que por vez final tomó la pelota, miró el arco adversario, fisgoneó y ejecutó. La expectativa de un gol, o dos, que lo dejase solo en el quinto casillero de los goleadores de la historia, e incluso otras hazañas solamente esperables en ese flaco, rubio, de zapatos multicolores, quedaba en el segundo plano a la hora del balance de la vida de un extraordinario goleador, un espécimen de esa raza inexplicable de jugadores modestamente dotados, pero perspicaces en las áreas, afortunados cazadores de rebotes, tenaces y pacientes para esperar el error de los zagueros cuando atardecen los empates.
No necesitaba Martín Palermo de otro gol de la victoria, ni de otros 100 para entrar en la leyenda. Hace años que coquetea con que su apellido se quede para siempre en el fútbol, aunque al quitarse los zapatos, anoche, haya sentido una tristeza parecida a la sombra de una nube que tapa el sol a su paso. Una duda, un temor, un ¿y ahora, qué…?
Hay algo de Aquiles en la vida de los jugadores, glorificados en la juventud, pero luego condenados a la muerte temprana. Es el precio que ellos deben pagar por vivir de lo que más les gusta, por hacer lo que todos sueñan en un mundo en el que los primeros plazos cumplidos son los que anuncian que ya no jugaremos en la primera división. Martín Palermo se va querido por la gente. Como cenizas volcánicas se fueron diluyendo los errores cometidos, los actos equívocos, los goles bobos y los penales malogrados.
La imagen final es la de un hombre que pasa por el arco de la victoria con una corona de laureles; un hombre rubio, emperador, el brazo en alto, siempre el triunfo sonriéndole a la gente y a las cámaras. El goleador de las dos últimas décadas, el autor de novelescas acciones como goles desde mitad de la cancha o apoyado en muletas al volver de una lesión. Justamente a él le tocó en suerte el gol emocionalmente más fuerte de los que festejó la Argentina dirigida por Diego Maradona en la última frustración mundialista. Un predestinado del gol así fuesen atrabiliarias acciones del área menor, o asuntos de vuelo combado y oblicuo como su estético remate del gol frente a Quilmes la semana anterior.
Un pájaro elevándose frente al arco en los remos de sus propias alas, o vencedor en el forcejeo titánico con esos impiadosos defensores. Quizás aquella sea la escultura que ya le están preparando. Un grupo de figuras que luchan y un titán que, como en las plazas de las ciudades, domina la fuente. Fue él quien aceptó con humildad la llegada del otoño y aprovechó las últimas tibiezas de las tribunas de su estadio para decir, finalmente, adiós.
El hombre de los múltiples retornos, sabe que esta vez el adiós es para siempre, aunque el domingo que viene, puntualmente a las tres de la tarde, le parezca que él también sube los escalones hacia ese círculo de cielo y de sol, hacia ese miedo y ese sueño, hacia ese césped y ese cemento, para zambullirse en el griterío y la esperanza de las multitudes.

lunes, 13 de junio de 2011

Víctor Hugo analiza la 17ª fecha del Torneo Clausura 2011 para Canchallena.com

"El mejor de todos", la columna de Víctor Hugo para Tiempo Argentino

 Debería haber jugado un partido extraordinario. Tendría que haber ganado por goleada, provocado el éxtasis de sus fieles seguidores. Debería haberse consagrado en una cancha a reventar, vibrante, rebosante de energía y festividad. Vélez merecía un final con estadio lleno. Una consagración propia del mejor de todos. De un cabal campeón.
Pero no fue así. No lo fue desde el mismo comienzo de la tarde. Quizás fue el rebote del sol de otoño en las tribunas tan blancas del estadio de Huracán, el horario de siesta que se ofreció al partido. Acaso fue que Vélez siempre supo que cuando quería lo ganaba, o la certeza de Huracán sobre su inferioridad manifiesta, dolorosa. O por ahí ocurrió que se demoró el gol más de lo aconsejable. Vaya uno a saber. Pero qué espectáculo tan desprovisto de categoría el que ofrecieron durante el primer tiempo los muchachos de Pompei y Gareca, ambos equipos, en una tarde casi decisiva para la suerte de los que buscaban el título o evitar el descenso directo, pero indiferentes a esas suertes tan encontradas.
Ni Vélez moría por ser campeón, ni a Huracán le partía el corazón su descenso lento a los abismos. Y así le gastaron a la tarde la primera hora del partido. Porque hasta que empezó el segundo tiempo, podía decirse que era una suerte la ausencia de la gente. Pero apareció Santiago Silva. Olvidado de su propio resbalón en la Copa Libertadores, evitó que Vélez pisara en falso y que el tedio se devorase el ímpetu imprescindible que era necesario para ganar el partido. El cabezazo en el segundo palo, desde atrás de un arquero que salió a manotear una pelota que se alejaba del arco, vino a salvar el partido.
Iban seis minutos y lo que vendría después ya sería algo mucho más cercano a las expectativas. Sin que ningún jugador se destacase, el colectivo de ambos equipos funcionó mejor y el espectáculo se fue armando hasta alcanzar su cresta en los minutos finales, cuando Huracán tuvo alguna chance de empatar y Vélez unas cuantas contras prometedoras. En una de ellas, hubo un penal y David Ramírez bajó la cortina. Los de Vélez se fueron al living a esperar a Lanús. Tenían muy bien en claro que si los Granates perdían con Argentinos, seguro que había que salir para el Fortín de Liniers  a participar de un festejo que los velezanos merecen como nadie en el fútbol de la Argentina de hoy.

LA VE AZULADA EN EL CORAZÓN.  Vélez merecía un final con estadio lleno, con la definición a la misma hora, con la vuelta olímpica en la cúspide de la emoción, pero no pudo ser.
El fútbol, que con su jerarquía institucional el propio Vélez reflota a la mejor consideracion, le fue esquivo para valorar una imposición que si no es brillante como en otras ocasiones, tiene la consistencia de lo indiscutible.
La solidez tantas veces mencionada de la institución, la capacidad de Ricardo Gareca para hacer del equilibrio una faceta también futbolística, y un plantel que se acostumbró a jugar a lo grande, son el sustento de un triunfo que nadie objeta, que se respeta como la conclusión más afín con las utopías que se tienen para el fútbol como para la propia sociedad.
Lanús, otro de los grandes de la época del fútbol austero, se prendió a la ilusión un poco tarde. Macaneó puntos en una etapa en la que no soñaba con una participación tan lúcida y fue allí, no ayer, que resignó su chance. Pero le dio al campeonato una emoción final, un dejo de incertidumbre, que lo deja en el plano más alto de la consideración. Con Vélez, con Estudiantes, conforman un trío de clubes que son el ejemplo de cuanto hay para hacer de bueno, a partir de una ética institucional que luego se traslada a las canchas.
Habrá siempre un vaivén en las tablas, pero en todos estos años se alejaron del pelotón, que aún arrastra los males engendrados por un fútbol que vive sin controles, y ante los cuales los resortes éticos, propios de cada club, son la mejor defensa para seguir siendo grandes. Se ganen o no campeonatos.

lunes, 6 de junio de 2011

Víctor Hugo analiza la 17ª fecha del Torneo Clausura 2011 para Canchallena.com

Los goles del triunfo de Vélez ante Godoy Cruz por 2 a 0 relatados por Víctor Hugo

"Predestinados", la columna de Víctor Hugo para Tiempo Argentino

 Por Víctor Hugo Morales
Para Tiempo Argentino

Hay destinos que se cumplen inexorables. Hay un hombre que va a ganar Roland Garros y vence, porque siente como ningún otro que ese es su destino. Hay otro hombre que sabe que su ventura es el gol. Y lo convierte, porque entiende que su oportunidad siempre llega. 
Uno llegó a seis, lo cual suena disparatado, aun si otro, llamado Borg, alcanzó antes semejante récord en el polvo legendario de los courts franceses. El otro se abraza a un número impensable para la época de 227 goles y entra a la historia para codearse con los apellidos más ilustres de su metié. Rafael Nadal surfea en la cresta de la ola de su fabulosa carrera y Martín Palermo ve su propio ocaso en la luz decadente de los domingos a la tarde, pero sabe que, como Nadal, será nombrado para siempre, que ya es eterno. El mundo y el tiempo y el polvo hundirán los nombres de miles de nombres que estuvieron pugnando por ingresar a ese túnel de la eternidad, tan pequeño como el tronco de un árbol lo es a su frondosa copa.
Nadal postergó la resurrección de Roger Federer, el mejor y más estético de los jugadores que el tenis haya tenido, con una victoria sustentada en la enorme convicción de que al mejor de todos, el único que le gana es él, porque tiene la fórmula que, como ciertas gaseosas o mostazas, es única, y sólo la sabe una persona. Palermo resucitó a José Sanfilippo que en el living de su casa sintió que la fama lo acariciaba de nuevo, aunque más no fuese para quitarle un premio que los tiempos parecían haberle concedido para siempre.

PARÍS Y QUILMES. Desde el Sena, uno de los accesos a Roland Garros es a través de la Rue Jean de la Fontaine, cuyo nombre remite a quien propició que, desde hace 300 años, se diga que es fabuloso aquello que de otra forma no puede designarse. El 2011 ha sido un campeonato de fábula. La tarde del viernes, cuando Federer superó a Djokovic, Guillermo Caporaletti, Guillermo Salatino y Oscar Moro, viejos lobos de mar en el mundo del tenis, cronistas de una actividad que conocen como nadie, juraban que no se había visto un tenis semejante. Se miraban de cabina a cabina, buscando una explicación para esa fiesta que degustaban como si fuese la primera. Este otro periodista, al escribir la nota, rememora un momento que describe lo que allí sucedía. Tomando la cancha desde un lateral, al levantar la vista se descubría el tablero electrónico con el resultado. En un largo punto, el firmante olvidó cómo estaban en ese juego, si 30 iguales, o algo así. Entonces quiso levantar la vista, nada más que el tiempo de un pestañeo y no pudo. Las largas líneas trazadas en cada pelota, llegando al fleje del fondo de la cancha, la belleza extraordinaria de la geometría de cada lance, el accionar endemoniado, la velocidad supersónica, impidieron esa mirada tan necesaria para pautar el momento. Así jugaron aquella tarde.
En la cancha de Quilmes el partido tenía al modesto equipo local envalentonado y seguro de que si se tenía que ir al descenso, dos consuelos se llevaba. El de saber que siempre vuelve a Primera, y el de la batalla ejemplar que ofrecía. Estaba todo bajo control a punto tal que la esperanza de una goleada se había sentado en las tribunas azules de los cerveceros. Entonces, una jugada sencilla, un hombre temido pero en el área toma la pelota muy lejos del arco. Casi nada de su curriculum hacía pensar que desde allí podía inventar esa curva satánica de una pelota que como un pájaro suicida empieza a buscar la red para estrellarse. En frío, inesperado para los defensores, para el arquero, y para los espectadores y los relatores, Palermo, cambió la historia del partido. Lo que podía terminar en 3 o 4 a 0, se firmó después en la planilla que había sido un 2-2. Palermo un elegido, lo había hecho posible. Lo que era un domingo más de tantos se convirtió en el que las historias y los estadísticos recogerán como el del partido aquel en el que Palermo alcanzó a Sanfilippo en el quinto lugar entre los goleadores de toda la historia. Los Juan José Lujambºio de los años venideros, hablarán miles de veces de esa tarde cualunque de ayer cuando Palermo anotó uno de los mejores goles de su vida por la calidad del tiro y por el numero alcanzado.
Este cronista no vio la final de Francia, porque a esa hora ya estaba en Quilmes y París era un recuerdo grato en su piel lacerada por el sol impiadoso de esos días de tenis bajo un cielo sin nubes. Pero cuando se enteró de la victoria de Nadal, pronunció un pronóstico que, no por incumplido cabalmente, dejo de ser verdad: “Y ahora Palermo mete dos goles... estos tipos son así.” Unos predestinados.