lunes, 6 de junio de 2011

"Predestinados", la columna de Víctor Hugo para Tiempo Argentino

 Por Víctor Hugo Morales
Para Tiempo Argentino

Hay destinos que se cumplen inexorables. Hay un hombre que va a ganar Roland Garros y vence, porque siente como ningún otro que ese es su destino. Hay otro hombre que sabe que su ventura es el gol. Y lo convierte, porque entiende que su oportunidad siempre llega. 
Uno llegó a seis, lo cual suena disparatado, aun si otro, llamado Borg, alcanzó antes semejante récord en el polvo legendario de los courts franceses. El otro se abraza a un número impensable para la época de 227 goles y entra a la historia para codearse con los apellidos más ilustres de su metié. Rafael Nadal surfea en la cresta de la ola de su fabulosa carrera y Martín Palermo ve su propio ocaso en la luz decadente de los domingos a la tarde, pero sabe que, como Nadal, será nombrado para siempre, que ya es eterno. El mundo y el tiempo y el polvo hundirán los nombres de miles de nombres que estuvieron pugnando por ingresar a ese túnel de la eternidad, tan pequeño como el tronco de un árbol lo es a su frondosa copa.
Nadal postergó la resurrección de Roger Federer, el mejor y más estético de los jugadores que el tenis haya tenido, con una victoria sustentada en la enorme convicción de que al mejor de todos, el único que le gana es él, porque tiene la fórmula que, como ciertas gaseosas o mostazas, es única, y sólo la sabe una persona. Palermo resucitó a José Sanfilippo que en el living de su casa sintió que la fama lo acariciaba de nuevo, aunque más no fuese para quitarle un premio que los tiempos parecían haberle concedido para siempre.

PARÍS Y QUILMES. Desde el Sena, uno de los accesos a Roland Garros es a través de la Rue Jean de la Fontaine, cuyo nombre remite a quien propició que, desde hace 300 años, se diga que es fabuloso aquello que de otra forma no puede designarse. El 2011 ha sido un campeonato de fábula. La tarde del viernes, cuando Federer superó a Djokovic, Guillermo Caporaletti, Guillermo Salatino y Oscar Moro, viejos lobos de mar en el mundo del tenis, cronistas de una actividad que conocen como nadie, juraban que no se había visto un tenis semejante. Se miraban de cabina a cabina, buscando una explicación para esa fiesta que degustaban como si fuese la primera. Este otro periodista, al escribir la nota, rememora un momento que describe lo que allí sucedía. Tomando la cancha desde un lateral, al levantar la vista se descubría el tablero electrónico con el resultado. En un largo punto, el firmante olvidó cómo estaban en ese juego, si 30 iguales, o algo así. Entonces quiso levantar la vista, nada más que el tiempo de un pestañeo y no pudo. Las largas líneas trazadas en cada pelota, llegando al fleje del fondo de la cancha, la belleza extraordinaria de la geometría de cada lance, el accionar endemoniado, la velocidad supersónica, impidieron esa mirada tan necesaria para pautar el momento. Así jugaron aquella tarde.
En la cancha de Quilmes el partido tenía al modesto equipo local envalentonado y seguro de que si se tenía que ir al descenso, dos consuelos se llevaba. El de saber que siempre vuelve a Primera, y el de la batalla ejemplar que ofrecía. Estaba todo bajo control a punto tal que la esperanza de una goleada se había sentado en las tribunas azules de los cerveceros. Entonces, una jugada sencilla, un hombre temido pero en el área toma la pelota muy lejos del arco. Casi nada de su curriculum hacía pensar que desde allí podía inventar esa curva satánica de una pelota que como un pájaro suicida empieza a buscar la red para estrellarse. En frío, inesperado para los defensores, para el arquero, y para los espectadores y los relatores, Palermo, cambió la historia del partido. Lo que podía terminar en 3 o 4 a 0, se firmó después en la planilla que había sido un 2-2. Palermo un elegido, lo había hecho posible. Lo que era un domingo más de tantos se convirtió en el que las historias y los estadísticos recogerán como el del partido aquel en el que Palermo alcanzó a Sanfilippo en el quinto lugar entre los goleadores de toda la historia. Los Juan José Lujambºio de los años venideros, hablarán miles de veces de esa tarde cualunque de ayer cuando Palermo anotó uno de los mejores goles de su vida por la calidad del tiro y por el numero alcanzado.
Este cronista no vio la final de Francia, porque a esa hora ya estaba en Quilmes y París era un recuerdo grato en su piel lacerada por el sol impiadoso de esos días de tenis bajo un cielo sin nubes. Pero cuando se enteró de la victoria de Nadal, pronunció un pronóstico que, no por incumplido cabalmente, dejo de ser verdad: “Y ahora Palermo mete dos goles... estos tipos son así.” Unos predestinados.

No hay comentarios:

Publicar un comentario